Responsabilidades ante la (des)Atención Socio-Sanitaria de las personas mayores dependientes

Por fin empezamos a albergar algo de esperanza en España. Las cifras de la pandemia se han empezado a estabilizar y, aunque falta mucho para que terminen los contagios y todavía seguiremos teniendo miles de muertes, los enfermos hospitalizados y especialmente los ingresados en las UCIs decrecen a un ritmo significativo.  Con todas las cautelas, parece que lo peor de la emergencia sanitaria ha pasado. El alivio general que se ha sentido está justificado por la sensación de que, a pesar de los pesares, se ha superado una prueba de esfuerzo que amenazaba con colapsar el sistema sanitario y, con ello, poner en peligro la propia estructura del Estado.

Precisamente por ello no deben olvidarse las actitudes, abiertamente incendiarias de unos y perversamente desleales de otros, exhibidas a lo largo de todo el proceso.  Como se ha dicho, ésta será una crisis en la que todos vamos a examinarnos y cada cuál deberá calificar la actitud y el comportamiento de todos y cada uno desde el Rey para abajo. Habrá tiempo, pues me temo que ésta es sólo la primera fase de la crisis global civilizatoria a la que nos enfrentaremos. Esta vez está siendo el COVID-19, pero mañana será el COVID-34 o la DANA-28, cuyos efectos pueden ser devastadores, no tanto por su virulencia como por el colapso del sistema patriarcal al que nos enfrentamos. No obstante, mi impresión personal es ya que en los momentos tan duros que estamos pasando ha quedado claro quiénes y qué son #L@sEsenciales y quiénes y qué son accesorios, muchas veces molestos y onerosos.

Pero, aunque podamos empezar a tentarnos la ropa, ahora deberíamos también empezar a salir de ese discurso guerrero y competitivo que se nos ha pegado. Pues incluso si se hace con la mejor intención de mantener la moral de victoria a la que tanto se ha apelado en estos días, tenemos que reconocer que en cualquier caso será una victoria pírrica. Para reconocerlo no hace falta esperar a que se conozcan las cifras exactas de infectados, de fallecidos con coronavirus y, sobre todo, de la sobremortalidad producida por la incapacidad de atención derivada de la falta de recursos sanitarios, una cifra que se podrá aproximar comparando la mortalidad media de la enfermedad con respecto a la producida en los días de mayor contagio.

La falta de previsión, la lentitud y las torpezas de reacción en materia sanitaria no pueden atribuirse solo ni principalmente al gobierno central que asumió solo el mando de unas competencias que corresponden casi exclusivamente a las Comunidades Autónomas. Es verdad que, en mi opinión, el mayor error del gobierno ha sido tratar de suplir con voz de mando la falta de coordinación estatal que ahora, por otra parte, debería verse no como la tentación del centralismo que algunos sospechan y otros echan de menos, sino como una condición de posibilidad para poder disponer, confederándolos, de unos recursos imposibles de acumular en todos y cada uno de los sitios que pueden ser afectados por emergencias y catástrofes previsiblemente cada vez más habituales. Nada más desesperante y estúpido que atrincherarse cada uno en sus naciones, regiones o habitaciones, frente a unas amenazas que nos afectan como especie. Deberíamos no olvidarnos de que los Derechos Humanos son Universales porque no hay otra forma de defenderlos.

La conveniencia de abandonar cuanto antes este modelo de Estado de Alarma en la gestión de la crisis sanitaria, social, económica y, seguramente, política, se puede justificar con varios argumentos. Pero para mi no cabe duda de que el primero es el argumento moral que nos debe llevar a honrar la memoria de las víctimas no tanto con himnos y banderas, que por sí mismas sólo sirven para tapar el dolor y las vergüenzas, sino con una reflexión honesta y autocrítica sobre los fallos estructurales que las han producido innecesariamente.

De todos ellos, para mi el más evidente en el caso de España es la falta de un sistema sociosanitario de atención a la dependencia de personas mayores y discapacitados. Un sistema público que garantice la coordinación y continuidad asistencial de las persona vulnerables, que a través de los centros básicos de salud y los servicios sociales comunitarios conociera dónde y en qué condiciones viven, cómo pueden valerse si caen enfermos o cuidarse en una situación de confinamiento forzoso; un sistema con recursos y profesionales suficientes para haber adaptado las viviendas, ofrecido apoyo familiar, servicios y atención domiciliaria suficientes para evitar la institucionalización de personas mayores validas para que pudieran seguir desempeñando las tareas de la vida cotidiana en sus casas y comunidades. Un Sistema Público con una red suficiente de viviendas tuteladas y de pequeñas residencias en los centros urbanos, ahora asolados por presión de la tercerización, la gentrificación y la turistificación urbanística, que ofrecieran atención socio-sanitaria especializada universal, integrada y personalizada a quienes lo necesiten, en vez de ese popurrí de macroresidencias aisladas y chalets semiclandestinos, mal dotados de personal precarizado, sin suficiente coordinación ni recursos sanitarios específicos, que constituye buena parte de la oferta concertadas con subvenciones insuficientes y precios excesivos para la mayoría de quienes lo necesitan.

Sin entrar a analizar todos los factores de la mortalidad diferencial de España (y quizás Italia) respecto a otros países de Europa y Asia, parece evidente que uno de los factores que han influido en la alta mortalidad relativa de España es la de la mortalidad de personas mayores encerradas en residencias. No tengo las cifras de la proporción de personas mayores que viven en residencias en España, pero no creo que sea mayor que la de países como Inglaterra o Alemania.  Independientemente de esta comparación cuantitativa, es evidente que las muertes de personas mayores abandonadas en residencias es el aspecto cualitativamente más sangrante y doloroso de lo que ha estado pasando en esta emergencia.

La falta de previsión y medios para evitar el contagio institucional de residentes y personal, la falta de coordinación para su atención médica en medio de esta crisis, el resultado de centros cerrados con cadáveres dentro, las imágenes de familiares desesperados tratando de informarse de lo que pasaba a las puertas de las residencias, incluso las imágenes de trabajadores encerrándose heroicamente dentro, tratando de mantener el ánimo y la comunicación apenas sin medios, quedaran en la memoria de todos nosotros. La sensación de abandono y desamparo, de desconexión y aislamiento, de miedo y resignación, que deben haber sufrido cientos de miles de personas mayores confinadas por esta crisis, ha quedado eclipsada por el patetismo de miles de personas mayores agonizando y muriendo solas, sin poder despedirse de los suyos. Un grado de deshumanización que quizás sea lo único que verdaderamente pueda equipararse con una guerra y que a mí, personalmente, como a tantas otras personas, me ha hecho llegar al horror de pensar que agradecía que mi propia madre estuviera ya muerta.

Antes de que alguno de los carroñeros que todavía andan sueltos pretenda utilizar estas reflexiones para tratar de arrimar el ascua a su sardina, tengo que decir que la responsabilidad de esta falta de un sistema sociosanitario de atención a la dependencia no es culpa de este gobierno, ni desde luego de sus socios comunistas o “bolivarianos”. La responsabilidad de la falta de recursos para crear y dotar suficientemente este sistema es de todas las administraciones, empezando por las autonómicas que tienen las competencias, pero seguidas por las locales que no han peleado suficientemente para crear los recursos de proximidad y atención domiciliara o las alternativas habitacionales posibles que podrían haber evitado el exceso de personas mayores autónomas ingresadas sin necesidad en centros macroresidenciales

Tampoco me gustaría alentar argumentos populistas que pretendan culpar a los políticos de una responsabilidad que es de toda la sociedad. Desde luego es de todos los políticos que en los últimos treinta años han tenido la posibilidad de hacer más de lo que han hecho. Pero es igualmente palmario que ha habido y hay diferencias partidarias entre los partidos de izquierdas que no han hecho lo suficiente, y los de derechas, que han hecho todo lo posible por impedirlo. Esa derecha democristiana, conservadora pero caritativa, es una tradición europea que en España sólo ha llegado a algunas partes periféricas del Estado mientras que en el resto prefiere seguir gritando arriba España y dando vivas a la muerte

No obstante, tampoco la sociedad se ha preocupado mucho de esto. Los bancos en vez de ayudar a crear figuras atractivas y equitativas para convertir el patrimonio de muchos mayores en fuente de recursos para sufragar sus necesidades y cuidados, han preferido apostar por la construcción de vivienda nueva y la especulación o gentrificación de los barrios céntricos que tantas veces hacen que los mayores sean expulsados de su entorno. El neoliberalismo, tan popular cuando se trata de eludir impuestos, ha asfixiado un Estado de Bienestar que a nosotros nos llegó ya medio muerto, haciendo imposible que se invirtiera en necesidades que, sin embargo, produce empleo del más necesario porque no puede ser deslocalizado. En fin, vivimos en una época en la que se glorifica la juventud y se practica el viejismo. De hecho, hasta las políticas públicas de participación social para mayores están basadas en una idea de envejecimientohiperactivo, que olvida el valor de la experiencia y la sabiduría que dan los años.

Todos los que formamos la sociedad tenemos responsabilidad en lo que ha pasado y seguirá pasando si no hacemos “todo lo que haga falta, cuando haga falta y donde haga falta” para que las personas mayores que todavía no han muerto “no se queden atrás”. Yo también soy responsable y no puedo negármelo. Hace ahora casi 25 años hice una investigación sobre calidad de vida en las personas mayores para la Junta de Andalucía. En sus conclusiones planteaba ya la necesidad de este sistema socio-sanitario que hoy siguen faltando y entonces eran ya una de las dos principales necesidades que las propias personas mayores y sus familiares estaban planteando:

<<En relación a la primera línea de actuación, en la que quedaría enmarcado el objetivo intermedio de “envejecer en casa” esta recomendación general supone el desarrollo de un sector específico socio-sanitario orientado a cubrir el vacío que se está produciendo debido a la creciente reducción en la capacidad de atención de la familia. Este sector socio-sanitario tendría como objetivos atender a cualquier persona con problemas para valerse y ofrecer apoyo a sus familiares. En su nivel básico, debería estar integrado por un Servicio de Atención a Domicilio en el que se integrara la actual atención sanitaria a domicilio (….) y un servicio de adaptación de la vivienda. En un nivel intermedio, debería contar con un servicio de estancias diurnas, un programa de viviendas tuteladas y un servicio de transporte. En su último nivel, debería contar con una red de residencias socio-sanitarias que atendieran a los casos más agudos de dependencia que no pudieran ser adecuadamente atendidos en los niveles inferiores>>.

Hilario Sáez Méndez. Calidad de vida en las Personas Mayores de Andalucía. IESA-CAS. JA. Sevilla 1997. P. 263.

A raíz de aquel trabajo terminé contratado como miembro de la Comisión Delegada de Bienestar de la Junta de Andalucía desde la que durante unos pocos años participé en la elaboración de varias propuestas sobre atención a la dependencia y creación de un sistema socio-sanitario en las que vi cómo las diferentes administraciones participaban en lo que llamábamos “el juego del que la habla la paga” porque Sanidad y Servicios Sociales se miraban callados unos a otro, mientras que las Administraciones Central, Autonómica y Locales se echaban en cara no poner el tercio correspondiente de financiación del Plan Concertado. Eso no impedía que todos incluyeran en sus retóricas institucionales y en los discursos políticos partidarios referencias laudatorias a este sector tan apreciado por su fidelidad en los actos y las urnas. Confieso que yo escribí muchos de esos discursos, varios para cargos y candidatos importantes. Como buen aprendiz de brujo, uno se convence de que podrá engañarles susurrándoles al oído eso de que “Es la dependencia, estúpido”. Pero con el tiempo descubres que lo que en realidad les importa es sacar votos y que alguna amante monte un negocio de teleasistencia que sustituya con pocos medios y personal precario la obligación de ofrecer la coordinación y continuidad asistencial que solo un sistema público sociosanitario hubiera podido garantizar en estos momentos. Y dimites, pero tienen que pasar 25 años y casi 10.000 muertos hasta que te acuerdas de denunciarlo públicamente.

Hilario Sáez Méndez (Cartagena, 1960). Sociólogo. Presidente de la Fundación Iniciativa Social. Ha sido técnico del IESA-A (CSIC), miembro de la Comisión Delegada de Bienestar Social de la Junta de Andalucía y sociólogo de la Diputación Provincial de Sevilla. Actualmente está retirado, es miembro del Foro de Hombres por la Igualdad y de MenEngage Iberia. Ha sido colaborador de Podemos Feminismos Andalucía. Vive en pareja con dos hijas únicas y es abuelo.

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Viejismo y Coronavirus

desmontándoNOS masculinidades

Hacía tiempo que quería participar en un taller de teatro social en el que un grupo de hombres nos planteáramos ensayar a desmontarnos las masculinidades hegemónicas, tradicionales y nuevas, esas que para entendernos rápido llamamos machismos. Ahora por fin está la oportunidad de hacerlo de la mano de Patricia Trujillo en el que se anuncia con la colaboración de la SinMiedo (qué buen lema desde el que plantearse esto) del 25 al 27 de octubre bajo el sugerente titulo de “DesmontandoNOS Masculinidades” por un precio más que razonable. 

Desde que por primera vez vi una representación de lo que después descubrí que se llama “teatro del oprimido”, me pareció una poderosa herramienta de Educación Popular que podía ser muy útil para el trabajo transformador de las masculinidades realmente existentes. La técnica ofrece el lenguaje teatral para transmitir unas reflexiones que a menudo se nos quedan en un plano mental, propositivo, ideológicamente progresista pero casi siempre poco y mal encarnado, muchas veces proyectado como criticas hacia los “malos” hombres que en el fondo nos hacen sentir mejores y que nos permite al resto de “santos varones” seguir siendo tan resistentes a ceder poder y privilegios. 

También me pareció que su teatro foro podía servir para hacer una reflexión crítica desde una actitud sana, positiva, concreta, con un lenguaje cotidiano y accesible, alejado de las monsergas con que se suele plantear este tema, para ir más allá de las clases medias en las que el discurso de los “hombres por la igualdad, profeminista o antipatriarcales” parece habérsenos quedado enfrascado. Un discurso de «Nuevas Masculinidades» que corre el peligro de quedarse en una especie de “mansplaining igualitario» con el que convencernos de que algunos somos hombres buenos y podemos pretender explicarles la Igualdad a ellas. 

Patricia Trujillo es una estupenda mujer, socióloga y profesional del teatro social. Cuando nos conocimos supimos que había que hacer esta experiencia de hibridación entre teatro social y el estudio de las masculinidades. Su libro sobre teatro social muestra una reflexión profunda sobre la capacidad transformadora de esta herramienta que la hace ideal para trabajar género y, consecuentemente, masculinidades. He tenido la suerte de verla actuar en varios de sus proyectos y me ha parecido una maestra dispuesta a escuchar y aprender desde el respeto y la empatía.  Algo que he podido confirmar al plantearnos esta propuesta que os hacemos. Presiento que esta colaboración entre el Teatro Compañía Social Salamandra y la Fundación Iniciativa Social será el principio de una larga amistad. La convocatoria se hace con el apoyo del Foro de hombres por la Igualdad como parte de los actos de celebración del 21 de Octubre, día de los hombres contra las violencias machistas.

El taller “desmontándoNOS masculinidades” es una propuesta para abrir un espacio de ensayo a un grupo de hombres interesados en desmontar sus masculinidades y dispuestos a aprender a representarlas desvelando los mecanismos de poder que las convierten en hegemónicas. Sin pretensiones heroicas de desmotarlas todas o del todo, solo abordando las que entre todos nos planteemos, de una forma amable y aprendiendo a jugárnosla. No se trata, pues, de montar autos de fe purificadores para condenar el machismo de otros, sino de compartir nuestras experiencias de género como hombres y buscar otras formas de representár(nos)la. 

Se trata de una oferta para todo tipo de hombres interesados y comprometidos con la Igualdad de género, dispuestos a tocárselo y dejárselo tocar. Nos gustaría juntar un grupo de máximo 16 hombres con los que realizar esta experiencia: hombres cis y trans (la cuestión del género es el cuestionamiento de la identidad); capacitados y con diversidad «disfuncional»; neófitos y expertos; autóctonos y migrantes; que provengan de los grupos de hombres y el crecimiento personal, la cultura, los movimientos sociales y la militancia, los colegios profesionales, la academia o simplemente sus casas. Los grupos y algunos casos de personas desfavorecidas tienen descuentos especiales. Toda la información se puede encontrar aquí

Espero que la oferta te interese y que nos ayudes a difundirlas entre tus amistades, especialmente masculinas. No dudes en plantearnos cualquier duda o pregunta que creas oportuna. Lo puedes hacer mandando un mail a la dirección: desmontandoNOSmasculinidades@gmail.com

Un abrazo,

Hilario Sáez Méndez

Presidente de la Fundación Iniciativa Social.

Miembro del Foro y la Red de hombres por la Igualdad.  

#Hablamos?

IMG_7144Llevo varías semanas fuera de España y con un acceso a internet intermitente, lo que me hace  estar siguiendo a saltos los acontecimientos relacionados con el proceso de independencia de Cataluña. Como sabréis por mi posición política (demócrata radical de izquierdas) estoy a favor del derecho a decidir y me parece que la única forma de mantener la convivencia entre los pueblos de España es mediante el reconocimiento del derecho a la autodeterminación que, dado el conflicto que se ha planteado en Cataluña, solo puede ser resuelto democrática y pacíficamente mediante un referéndum pactado. No quiero que Cataluña se vaya, pero tampoco que se quede a la fuerza. Creo que lo que necesitamos urgentemente (por esta y otras muchas cosas para mí más importantes) es una nueva Constitución que renueve el marco de convivencia y termine de democratizar un régimen cuya Transición democrática, a pesar de sus muchos logros, estuvo desde el principio coartada por las amenazas de los poderes fácticos de la Dictadura y el recuerdo de una terrible guerra civil.

Aclaro mi postura de partida no para entrar en más polémicas con quienes tenéis otra diferente sino porque estoy preocupado por el clima de enfrentamiento y hostilidad que se está creando no solo entre políticos y gobiernos, sino entre la ciudadanía cuyas voluntades supuestamente representan. Lo que desde la distancia estoy viendo en las redes (especialmente en facebook que es la más social de todas) es para preocuparse no solo por el nivel de los argumentos o la manipulación de las evidencias, sino por la cerrazón y el odio que transpiran. Por fortuna junto a las imprecaciones energúmenas y los bloqueos defensivos hay también alguna iniciativa que plantea el dialogo desde una y otra orilla.

La plataforma ciudadana #Hablamos/Parlem convoca a la ciudadanía a las 12:00h de este sábado 7 de octubre a manifestar frente a la puerta de los ayuntamientos su compromiso con la paz y su apuesta por el diálogo con concentraciones frente los ayuntamientos enarbolando banderas, colocando pancartas o vistiendo ropas blancas. Recuperando algo del espíritu del 15M con un lema como “Un país mejor que sus gobernantes”, denuncia la irresponsabilidad de unos dirigentes que ni escuchan ni hablan y apuesta por el diálogo, el respeto y el entendimiento: <<La convivencia se genera hablando y las leyes sirven a ese diálogo. No pueden usarse como obstáculo ni, menos aún para engendrar un conflicto civil. Tenemos que decir basta ya a esta espiral, frenar, sentarnos y pensar nuestro país. Es mediante la escucha y el diálogo  como se alcanza los pactos sociales sólidos y duraderos>>. Espero que la iniciativa tenga éxito y el 7 de Octubre seamos muchos los que manifestemos nuestro apoyo.

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Pero para que #Hablemos/Parlem no se quede en un mero gesto, necesitamos plantearnos y respondernos algunas preguntas: ¿Quienes hablaremos? ¿Cómo la haremos? ¿Cuales son los temas? Las respuestas a estas interrogantes no están claras y son quizás las primeras que hay que plantearse entre quienes queramos participar en esta iniciativa. No me gusta que la convocatoria se haya hecho “frente” a los ayuntamientos, sin aprovechar los aprendizajes (y los fracasos) del “toma la plaza”. Siento que hay que encontrar nuevas formas de diálogo que nos permita profundizar y ampliar la base del consenso, así como concretar objetivos y resultados para que además de una nueva explosión de conciencia colectiva cívica, como la que necesitamos para abordar este reto, se traduzca en cambios reales y genere la ciudadanía como sujeto colectivo realmente existente.

Cada cual tiene que buscar el ámbito personal y político en el que pueda concretar esta iniciativa de hablar sobre el país que queremos. Pueden ser espacios ideológicos, sociales o comunitarios, pero tienen que ser diversos y plurales, transversales, si queremos que tenga la potencia necesaria para un proceso constituyente como el que se plantea en esta iniciativa porque en el fondo realmente necesitamos.

Personalmente creo la familia extensa es uno de los espacio donde mejor se puede hacer esto. En nuestras sociedades, las familias siguen siendo transversales debido a su tamaño y fortaleza. Para señalar la atrocidad de la guerra civil española, se suele decir que fue fratricida, olvidando a veces que el enfrentamiento fue más de clase e ideológico que territorial y tribal. Pero viendo estos días la forma en que se está concretando el clima de conflicto, imagino cómo el enfrentamiento fue minando comunidades (familias, vecinos, amigos) haciendo primero que se dejara de hablar, cada cual buscara su bando y terminara defendiendo su facción con argumentarios e insultos prestados. Quizás sea el momento de recuperar la idea de que enterradas en las cunetas de la memoria histórica del conflicto, también están los muchos gestos humanitarios que en uno y otro bando protegieron y salvaron vidas de vecinos, amigos y familiares. 

En el chat de mis primos, por ejemplo, hemos dejado de hablar porque estos tema nos dividen y confrontan. Cada cual pone en el Facebook sus mensajes sin pensar ya que pueden molestar a alguno del resto. No se trata de negar esta pluralidad, por más que a veces hayan excesos, sino de plantearse desde ella si queremos dedicarle la energía, la paciencia y el cariño para que estas diferencias sean gratificantes y productivas. Aunque lo preferible fuera hacerlo en una tradicional comida familiar, plantearnos qué y cómo queremos debatir también se puede intentar en los chats de redes personales que han proliferado con WhatsApp.

En cualquier caso el diálogo ha de ser con algunas reglas que permitan que la comunicación sea posible y sana. Las normas están para facilitar la convivencia y (como insistimos lxs “pregresistas”) se deben cambiar cuando no lo hacen, pero (como dicen lxs conservadores) sin normas no hay convivencia. La primera de ellas es el respeto de la condición de sujeto del resto. Para dialogar no se puede negar la palabra al resto: no se puede callar ni tergiversar lo que dice, algo que no impide el desacuerdo y la crítica. Cuando se quiere saber la opinión de alguien se le pregunta y, llegado el caso, se le critica, pero si se quiere mantener un dialogo de verdad, no se puede pretender decirle lo que piensa ni hacerle la autocrítica. La segunda es asumir que nadie lleva La Razón, sino que cada cual tiene sus razones. El objetivo no es imponer ninguna como verdadera sino lograr que convivan de la mejor manera posible. Pero la principal norma que tiene que guiar un dialogo como éste, es la escucha. Sin escucha reproduciremos el dialogo de sordos que en estos momentos hay entre nuestros representantes políticos. La escucha como muestra de respeto a la palabra de los demás, pero también como muestra del interés por comprender sus razones, aunque no se compartan. 

Seguro que a mis amigos del Crac y compañeros de Educación para la Participación, a los expertos en tecnopolítica, a los activistas de los movimientos sociales (especialmente los feminismos que ofrece una forma de poder no competitivo), a cualquier persona dispuesta a ejercer su voluntad política, se nos ocurre más ideas para ayudar a que este dialogo cívico sirva para desarrollar la inteligencia colectiva que necesitamos para evitar el desastre en que nos estamos metiendo. Estaría bonito pensar en un proceso constituyente que culminara en la celebración del próximo 15M. Merece la pena intentarlo.

Parlem?

Hilario Sáez Méndez

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Última ruptura de las nuevas viejas izquierdas

Un post escrito con Fernando de la Riva en Participasión sobre la última ruptura de las nuevas viejas Izquierdas para «protestar por el clima sectario y miope, y autoconvocarnos a un tiempo y espacio de memoria, reflexión y debate sobre el proceso social y político que se inició con el 15M, del que en 2021 se cumpliran 10 años, para recoger los aprendizajes que se derivan de esta década y tratar de sembrarlos para el futuro.

Apuntes para la Participasión

por Fernando de la Rivae Hilario Sáez

Los ataques mutuos y los navajazos traperos vuelan por doquier desde Andalucía. También los análisis sesudos de quienes intentan explicar cómo es posible que, con la crisis sistémica que está cayendo, tengamos que asistir, otra vez, a la última pelea cainita de las izquierdas en España. Decimos «última» no solo por ser la más reciente en el tiempo sino porque, mucho nos tememos, esta ruptura puede ser la puntilla de las posibilidades de las izquierdas por mucho tiempo, y no solo en Andalucía.

En la casi totalidad de los análisis partidarios que se están haciendo, la culpa siempre la tienen “los otros”. Aunque unos y otros coinciden en señalar el 15M de 2011 como un hito «fundacional» de los procesos posteriores en la historia política reciente, y, en particular, de la aparición de Podemos como herramienta política que pretendía capitalizar la indignación…

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Feminismo municipal para hombres. Propuestas.

Feminismo municipal para hombres es una iniciativa para la inclusión de políticas feministas para hombres en los ayuntamientos. En esta propuesta se explica brevemente los antecedentes y la justificación de la iniciativa, que pueden utilizarse como argumentario, así como los objetivos y medidas propuestas para su inclusión en los programas de las próximas elecciones municipales. Se presenta en un documento estatal con la propuesta básica y un documento andaluz que incluye un breve análisis de los cambios en la legislación autonómica.

Se trata de una iniciativa personal como miembro del Foro de hombres por la Igualdad y presidente de la Función Iniciativa Social, resultado de mi pasada colaboración con la Secretaría de Feminismos de Podemos Andalucía, abierta a cualquier candidatura interesada en incluirla en su programa.

Me interesa conocer cualquier otra propuesta similar a ésta, poder colaborar con quienes tenga interés en adaptarla y asesorar a quienes pretendan aplicarlas.

Hilario Sáez Méndez. 

Miembro del foro de hombres por la Igualdad

Presidente de la Fundación Iniciativa Social

hilariosaez@gmail.com

Documento Estatal

Documento Andalucía

 

I Was Here

Un cuento de Navidad en Nueva York

La primera vez que me encontré la frase garabateada en una pared junto a un nombre y una fecha me sentí desconcertado.  Fue en una esquina cualquiera de Londres. Yo estaba recién llegado y sólo sabía dos palabras de inglés: hello y nowhere, ambas aprendidas en un disco de los Beatles que había sido casi todo mi contacto con la cultura británica. La leí despacio, palabra a palabra, en voz alta, como hacía con casi todo lo que me encontraba. 

Como era habitual entonces (y frecuente todavía ahora) logré descifrar el significado pero me quedé confundido respecto a su sentido. Supongo que para alguien que había vivido en un remoto pueblo de Murcia y apenas viajado por la península, era difícil entender la necesidad de escribir en una pared perdida un mensaje tan banal, sobre todo si se comparaba con el de “Libertad y Amnistía” que se podían ver en la España de entonces.

Confieso que cuarenta años después el sentido de esta frase me sigue siendo ajeno. A pesar de haber vivido, viajado y navegado por bastantes lugares, algunos incluso exóticos, no logro sentir esa sensación de admiración satisfecha que imagino lleva a tantas personas a tener que proclamarla de una forma tan rotunda y clara.

“Yo estuve aquí” es una de esas frases lapidarias. Quizás por eso sea que, como los mandamientos, se suela escribir sobre paredes y piedras. Suena a frase ontológica, como la que al define a Yahvé cuando en el libro del Éxodo dice aquello de “Yo soy el que soy” que, según decía García Calvo, es la mejor definición de Dios. Pero verla repetida hasta la saciedad de forma literal o figurada la banaliza tanto como hacen los souvenirs de las tiendas para turistas con los monumentos y obras de arte de nuestras ciudades.

Y es que, en realidad, aunque últimamente la frase esté algo pasada de moda, creo que no hay lema que defina mejor el ethos del actual turismo globalizado que abarrotan los centros de tantas ciudades, sus monumentos y museos o gentrifican los barrios de sus cascos antiguos. Esa procesión de personas devotas del turismo, con sus móviles alzados y sus miradas perdidas, señalando ora el mapa, ora la calle, ora tal o cual monumento, llevan todas escritas en la mirada la frase emblemática “I was here”. De hecho, ya que me estoy poniendo en plan sociolingüístico, me extraña que la frase no se haya sustantivizado en un “I WasHere” (un “Aiguosjier” que se diría en spaninglis) y que no se haya acuñando el correspondiente hashtag para memes y camisetas.

Si hay en este mundo algún lugar en el que celebrar el triunfo del imperio del Aiguosjier este es, sin duda, Nueva York.  La ciudad en su conjunto, desde su famoso skyline de imponentes rascacielos hasta las paradas de metro más recónditas, es un icono. Como todo Icono atrae inmediatamente la mirada y transmite la sensación de haber sido ya visto que dispara en el inconsciente colectivo el aigushier. Esta sensación de déjá vu es tan real como imaginaria porque, aunque sea la primera vez que la visitas como ha sido mi caso, la habrás visto cientos, sino miles de veces, en películas, series televisivas, prensa o revistas. Te podrías pasar días jugando en sus calles al veoveo adivinando escenas familiares con cualquier persona del mundo, sin importar su nación, religión o raza: los taxis amarillos, las humeantes tapas de las alcantarillas, las bocas de incendio, los vagones de metro, sus coquetas calles o sus imponentes avenidas, son imágenes tan familiares para ti como para cualquier ciudadano chino.

No tengo las estadísticas de visitas turísticas y tampoco importa que haya ciudades en el mundo mucho más pobladas. Nueva York es la capital mundial indiscutible del sightseeing en que se basa el aiguoshier. Me traigo la impresión de que esta supremacía no se basa tanto en la calidad de lo que hay que ver, aunque haya maravillas como los musicales de Broadway o el MOMA. Creo que más bien es esa sensación que uno tiene de que en Nueva York “está todo el mundo” la que refuerza el deseo de formar parte de su habitantes aunque solo sea por unos días o, visto desde el punto de vista contrario, el miedo a ser considerado entre los parias que nunca estuvieron en la Metrópoli.

De ambas pulsiones está New York llena. Deseo y miedo parecen correr arriba y abajo de sus avenidas y cruzarse de este a oeste por los infinitos túneles de su  metro. Supongo que el centro de esa Gran Manzana de deseo consumista podría ser Time Square con sus rascacielos convertidos en inmensas pantallas con todo tipo de anuncios. A mí me hizo sentir en un escenario distópico como los que salen en Blade Runner

Pero la sensación de miedo más insidiosa que yo he percibido en Nueva York ha sido el que produce los constantes anuncios por los altavoces del metro advirtiendo sobre el riesgo de un ataque terrorista y de la posibilidad que la policía haga registros por sorpresa para prevenirlos, constatada varías veces por la aparición de escuadrones antiterroristas uniformados como robocops. Esta sensación orwelliana de estar siendo controlado y protegido (controgido podría decirse en newspeak) contrasta con otra de las paradojas neoyorkinas que sentí contemplando el One World Trade Center, el imponente edificio que simboliza la globalización realmente existente tanto con el nombre que finalmente se le dio (en vez del inicial “Torre de la Libertad”) como con la antena añadida para que fuera el rascacielos más alto de Occidente. 

Pero la sensación de miedo más insidiosa que yo he percibido en Nueva York ha sido el que produce los constantes anuncios por los altavoces del metro advirtiendo sobre el riesgo de un ataque terrorista y de la posibilidad que la policía haga registros por sorpresa para prevenirlos, constatada varías veces por la aparición de escuadrones antiterroristas uniformados como robocops. Esta sensación orwelliana de estar siendo controlado y protegido (controgido podría decirse en newspeak) contrasta con otra de las paradojas neoyorkinas que sentí contemplando el One World Trade Center, el imponente edificio que simboliza la globalización realmente existente tanto con el nombre que finalmente se le dio (en vez del inicial “Torre de la Libertad”) como con la antena añadida para que fuera el rascacielos más alto de Occidente. 

Nueva York es una ciudad multicultural tan diversa como desigual. La sensación de estar en la sede de las Naciones Unidas andando por las calles o, especialmente, bajando al Metro, no se tienen solo en los barrios de Manhattan donde uno puede cruzarse con gente muy rica o muy pobre de todos los colores. También en los barrios más segregados racialmente, como Brooklyn o Harlem, puede encontrarse suficiente diversidad como para sostener el sueño americano de que, para bien y para mal, cualquiera puede llegar a hacerse a uno mismo. 

Junto a este individualismo se puede sentir una sensación comunitaria sorprendente incluso siendo mediterráneo. La facilidad con la que la gente te aborda por la calle ofreciéndote ayuda es difícil de entender para nuestra vieja y desconfiada cultura europea. La espontaneidad de las conversaciones en el metro contrasta tanto con el ambiente de miedo y controgimiento que uno no puede dejar  de preguntarse cuál de las dos realidades es menos imaginaria. 

¿Cómo es posible que una ciudad de personas tan amables pueda ser a veces tan hostil e inhóspita? Es evidente que el tamaño importa. Uno siempre se siente perdido en cualquier gran urbe cuya extensión y complejidad solo te permite vivirla de forma fragmentaria. Nunca hay esa sensación de estar protegido de las ciudades que estuvieron rodeadas de murallas. En cualquier momento, incluso en zonas céntricas o muy iluminadas, se puede sentir la sensación de peligro real o miedo imaginario que hace que el viajero no pueda dejar de estar alerta. 

En mi caso una de estas situaciones se dio nada más llegar al aeropuerto JFK. Después de estar esperando pasar el desesperante control de inmigración y de perderme un buen rato por pasillos y corredores camino al tren del aeropuerto que debía llevarme a la red de metro, autobuses y cercanías con la que, según googlemaps, llegaría a mi apartamento de Jersey City en casi dos horas, me abordó un desconocido hablándome en inglés hispano, diciéndome que el tren no funcionaba y dándome instrucciones para acompañarle a salir por una puerta. De pronto me vi en medio de un aparcamiento solo con un tipo mal encarado que me conminaba a subir a un todoterreno con los cristales tintados diciéndome que no me preocupara y que él me llevaba. 

Afortunadamente reaccioné rápido y tras decirle en español que estaba loco si pretendía que me montara en el coche de un desconocido, me volví a coger el tren cuya llegada se anunciaba en unos pocos minutos en el mismo panel donde se advertía que no se acompañara a cualquier persona desconocida que te quisiera llevar en su coche. Aliviado pensé que si, en vez de haber sido abordado por un hispano, hubiera sido conminado por un americano anglosajón en ese inglés masticado que tanto me cuesta entender, no habría tenido la claridad mental para reaccionar tan rápido. No sería la única vez que tener la posibilidad de hablar en la lengua materna nos sacaría de un apuro.

Aunque nada más llegar al apartamento en Jersey City desde el aeropuerto de Newark, a donde fui a recoger a Lourdes, perdí el teléfono en el taxi que nos pretendía cobrar más de los estipulado, en los cuatro días que pasamos en Nueva York haciendo sightseeing y cumpliendo puntualmente todos los quehaceres a los que te obligan las guías para turistas, la verdad es que no corrimos ningún peligro más que el de morir congelados a los pies del puente de Brooklyn, ni sufrimos ningún atentado más que el perpetrado contra nuestros oídos por la cantante de Gospel de la iglesia de Harlem en la que coincidimos con un par de centenares de otros aiguoshiers.

Nada más de lo que nos pasó la madrugada de la Nochebuena en que nos teníamos que ir desde el aeropuerto de La Guardia a coger el vuelo a Florida, Bogotá y Pereira donde nos esperaría un taxi para llevarnos al pueblo de Salento, en el eje cafetero de Colombia, para celebrar las navidades en pleno verano.  Aquello fue un verdadero drama, como esos cuentos de Dickens en los que el frío de la nieve y la desesperación inicial se mezclan con el calor humano y un final feliz que se recibe entre sonrisas y lágrimas. Como creo que esta aventura resume bien todo lo que he tratado de narrar, termino contando este verdadero cuento de navidad.

Después de estos cuatro días cogiendo trenes, metros, transbordadores y andando horas por calles, parques y museos, haciendo sightseeing para cumplir con un largo y variado listado de auguoshiers (entre los que no puedo olvidar mencionar las dos tiendas de Apple en las que me pasé una mañana y una tarde comprando, cambiando y reconfigurado mi nuevo Iphone), ya algo resfriadas y con el vientre revuelto por una diarrea debida en parte a los efectos de los excesos de comida rápida y en parte al miedo de que, antes siquiera de llegar a Colombia, me robaran el teléfono nuevo, decidimos no ir al aeropuerto en transporte público y pedirnos un über para que nos recogiera de madrugada en la misma puerta de casa.  

Sí, he empezado a utilizar Über. Es verdad que estas plataformas suponen una competencia desleal con el taxi pero tengo que confesar que yo soy poco leal con este sector que mientras escribo vuelve a estar en huelga. No es por justificarme, pero mi experiencia en casi todos los países y ciudades del mundo es que los taxistas, con honrosas excepciones, te engañan en cuanto pueden. New York no fue una excepción y, como he contado, el taxista que nos trajo el primer día desde el aeropuerto de Newark, al que fui a recoger a Lourdes porque llegaba tarde y con mucho retraso después de un largo vuelo transatlántico, nos quiso cobrar la mitad más de lo que nos habían dicho en el mostrador en que lo contratamos. Después, cuando al poco llamé para recuperar el teléfono que en la discusión me había dejado en su coche, colgó sin responderme y apagó el teléfono para que no pudiera localizarlo.  La reacción de los agentes que nos atendieron en la comisaría, en la que yo juraría que se rodó la serie de Policías en Nueva York, confirmaban mis sospechas globales sobre la honestidad de estos profesionales.

Además, hay otra circunstancia que me llevó a pedir un über, que tiene que ver con una cuestión más personal e íntima. Uno de los claros síntomas de envejecimiento que me vengo descubriendo en los últimos tiempos es lo mucho que me estresan los viajes y, especialmente, el miedo que tengo a no llegar a tiempo a coger trenes o aviones. Creo que con esto me está pasando como con el café, que yo tomaba cargado para irme a la cama, y tuve que dejar de la noche a la mañana porque me daba taquicardia. Pues con los horarios de viaje me está ocurriendo lo mismo. He pasado de reaccionar con toda tranquilidad porque que no faltaban solo cinco minutos para coger el tren sino 300 segundos, a pasarme toda la víspera comprobando el horario, calculando el tiempo necesario, temiendo accidentes y atascos, buscando posibles aparcamientos en la zona o repasando una y otra vez que tengo preparados el billete o la carta de embarque, el pasaporte, la maleta, las llaves, yéndome a las tantas a la cama y despertándome durante toda la noche a comprobar que no se me ha hecho tarde.  

Así que aquella noche preparamos todas nuestras maletas e hicimos todos los preparativos con mucho adelanto, incluido el de programar la recogida del Über para las 4:00 de la madrugada. Esto de “programar un über” es una posibilidad  que anunciaba la plataforma como novedad en algunas ciudades o países. Yo ya lo había utilizado de madrugada en Madrid al inicio del viaje y, aunque me había pasado la noche preocupado por si no funcionaba y tuve unos momentos de pánico porque se retrasaba, había llegado al aeropuerto a tiempo y, como diría un catalán, un poco “amoinado” por haberme preocupado tanto.

Como era de esperar aquella noche me desperté varias veces y revisé otras tantas si había recibido el mensaje de confirmación de über. Había perdido el móvil y no podía comprobar con cuanta antelación la aplicación te avisaba. Mi mujer, aunque comparte conmigo una desconfianza sin fronteras sobre los taxis, no había usado nunca la aplicación que tenía recién instalada desde la que habíamos programado el servicio con su movil. Tampoco lo había podido ver en las páginas y tutoriales que me había leído antes de irme a la cama en los que sí había encontrado que über contempla hasta un retraso de diez minutos en la recogida antes de bonificarte con una cantidad para el próximo viaje.

A las 3:30 recibí el mensaje de confirmación de que mi über estaba en camino. Ya estaba vestido y preparado, pero el alivio que sentí fue el único descanso de verdad en toda la noche. Al poco se despertó Lourdes que se había ido a la cama pronto porque se había vuelto a sentir mal del estómago. Así que ambos desayunamos poco y en silencio, cada vez más tenso por que el anunciado über no llegaba. Cinco minutos antes de la hora de recogida prevista, me asomé por la ventana y vi un coche aparcado una calle más allá de la dirección de recogida. Pero pasaba el tiempo y no se movía, así que bajé a ver si estaba esperando y cuando iba a llegar a su altura, justo cuando el tiempo se cumplía, el coche arrancó y se fue sin atender a las señales que le hacía. 

Volví a subir a la casa ya francamente nervioso pero diciéndome y haciendo ver que tenía un plan B. Cogí el ipad para cancelar el servicio y pedir uno nuevo de los que había visto en la aplicación que, a pesar de la hora, circulaban en las cercanías. La respuesta era que no podían ofrecerme un servicio por problemas con mi tarjeta. Eran ya las 4:15 de la mañana y, aunque habíamos contado con media hora de margen de seguridad, apenas nos quedaba tiempo para llegar al aeropuerto en coche y desde luego era imposible hacerlo en transporte público. 

Aún así decidimos echar a andar hacia la estación del tren en Grove Str., que teníamos a doce minutos a pie, con la esperanza de encontrar algún taxi por el camino o en la parada que había al lado. Ambas cosas me parecían improbables. Las calles estaban vacías y la tarde anterior habíamos tratado de contratar un taxi para que nos llevara al aeropuerto. De los cinco taxistas a los que preguntamos solo uno, conducido por un abuelo con turbante que apenas hablaba inglés, había aceptado hacernos el servicio por un precio que una vez regateado se había acordado en 40$. En la conversación sin embargo no conseguíamos aclararnos para que apuntara correctamente la dirección en la que recogernos y que el taxista insistía en escribir en el margen de un viejo periódico con una letra que me parecía sanscrito. Al final habíamos acordado que me diera el número de sus móvil para mandarle un whatsapp de confirmación con la ubicación de recogida pero lo había intentado varias veces antes de solicitar el über sin obtener respuesta. Tampoco ahora respondía a mis llamadas.

Así que a esa altura nuestra única posibilidad parecía ser coger el tren para cruzar a Manhattan y allí tratar de encontrar un taxi. La opción implicaba que hubiera tren en ese momento, atravesar todo el World Trade Center, acertar con la puerta de salida y encontrar el taxista que nos quisiera llevar por menos de los mil dólares que nos había costado los billetes para Bogotá. Al bajar las escaleras oímos un tren que se aproximaba pero al intentar entrar a las vías,  la City Card que utilizábamos no funcionaba porque le falta algunos centavos de saldo. Como ya no  la íbamos a necesitar no la habíamos recargado y ahora suponía un proceso laborioso en unas maquinas que con tarjeta funcionaban muy mal y para la que tampoco teníamos el cambio exacto necesario. Así que hicimos lo de saltarse el torno de acceso que tantas veces hemos visto en las películas de New York y, como también tantas veces pasa, vimos irse el tren justo cuando llegábamos.

Desesperados le pregunté al último pasajero que quedaba en el anden y me confirmó que a esa hora pasaba cada media hora o más. Eran las cinco y casi ya no había tiempo ni para llegar al aeropuerto en coche. Nos miramos desolados, todavía sin terminarnos de creer que perderíamos el vuelo y nos quedaríamos en Nueva York el día de Noche Buena perdidos, ya sin piso y con todos los planes por rehacer. En ese momento, mirando a Lourdes sentí una desolación como la que imagino sufren a diario tanta gente, en Nueva York y en tantas partes de este mundo, que están desamparados mientras los demás celebramos la felicidad de las fiestas y la prosperidad de nuestros años. 

Desamparado, desolado y desesperado, le pedí a Lourdes que se quedara dentro y salí a la calle. Seguía desierta. Alguien que parecía un muchacho, esperaba bajo la marquesina de la parada de un autobús, con una bolsa en la mano, moviéndose nerviosamente para uno y otro lado como si quisiera espantar el frío. Pensé preguntarle pero me pareció extraño. ¿Qué hacía un muchacho a esas horas en la calle? ¿Era frío o el mono lo que tenía? No estaba en eso momentos para preocuparme de nadie y no me fijé más en él. Enfrente, por el contrario, había un coche blanco reluciente que aparcado en la oscuridad de la noche parecía aún más refulgente. No se bien porqué pero mientras cruzaba la calle pensé que parecía el carro de un ángel. Supongo que necesitaba tanto un milagro que era mi forma de rezar para que ocurriera.

Al llegar, sin embargo, me encontré que el ángel era negro. Era un hombre joven e iba muy bien vestido, con chaqueta, corbata y camisa negra planchada, un poco demasiado elegante para la hora, la edad y (supongo que pensaría mi parte  etnocéntrica) la raza. Me sentí desconcertado pero no tenía tiempo para dudas. Me acerqué y le toqué la ventanilla. Me miró sin abrirla. Yo le enseñé mi móvil recién comprado y que tanto miedo tenía que me robaran. Fue un gesto de entrega que supongo esperaba que entendiera como una muestra de que yo era una persona buena y una persona de bienes. Esperó a que dijera mi primer “please” para pulsar el botón y bajar el cristal. 

Le dije lo que nos pasaba y le pedí que por favor nos ayudara. Me miró en silencio y entonces le ofrecí pagarle por llevarnos. Pareció estar pensándoselo y le pregunté cuánto quería. Antes de que dijera una cantidad disparatada le volví a rogar que nos ayudara, le dije que por favor no se aprovechara de nosotros y le ofrecí cincuenta dólares. No se porqué dije esa cifra, pero inmediatamente me di cuenta que le oferta era escasa, incluso avara. El über nos hubiera costado 48$ más peajes, alguno de los taxis de la tarde anterior me habían pedido hasta 80 euros y, aunque nuestro aeropuerto era el cercano de La Guardia, las guías hablaban de más de 100 dólares por servicios de traslado a otros aeropuertos. Pero antes que pudiera subir la oferta, el conductor me miró y me dijo que de acuerdo. Asombrado por su respuesta, salí corriendo a la estación a decírselo a mi mujer mientras que le daba repetidamente las gracias sin todavía terminar de creérmelo.   

Tampoco podía creérselo Lourdes a quien no me daba tiempo a darle más explicaciones que la que teníamos que ir corriendo a coger el coche. Cuando llegamos, el conductor estaba esperando de pié fuera del coche. Me pareció mucho más grande y fornido. Tras ayudarnos a poner el equipaje en el maletero nos apresuramos a subirnos por la puerta trasera que nos indicaba. En esos momentos, mientras que nosotros nos estábamos todavía acomodándonos, el muchacho de la bolsa que esperaba en la parada cruzó la calle decidido, me empujó para que le hiciera sitio y cerró la puerta justo en el momento en que el coche arrancaba. 

Desconcertado primero le pregunté quién era. Como el muchacho no me respondía le pregunté al conductor que se quedó igualmente callado mirando por el retrovisor. Ya asustado le insistí al misterioso acompañante, que resultaba ser también negro, quién era, a dónde iba y si es que también iba al aeropuerto. No respondió a ninguna de las preguntas. Solo rebuscaba algo en su bolsa mientras que se cubría con la capucha de su chaqueta polar, sucia y gastada, que llevaba por todo abrigo. Ante la insistencia de mis preguntas, me miró y me dijo algo así como: “bueno, lo primero es decirnos buenos días”. Me quedé mudo, mirándolo, sin saber bien si era un muchacho o una muchacha, pero ya definitivamente asustado. 

En esos momentos le susurré a Lourdes que la habíamos cagado. No entendía lo que estaba pasando pero estaba seguro que no era nada nuevo. El coche, además circulaba en una dirección que no me parecía la correcta y se dirigía a  una zona cada vez más deshabitada. Lourdes me dijo que pusiera el GPS y yo saqué el móvil con la resignación de quien espera que entregando la bolsa le dejarían la vida. Ya no me importaba perder el vuelo a Bogotá, ni la Nochebuena, solo que no nos hicieran nada más que robarnos.  Miré a Lourdes y, esta vez en voz alta, le volví a decir : “La cagamos”.  

De pronto el conductor lo oyó, se volvió y nos preguntó en español si éramos hispanos. Nos miramos aliviados y le respondimos que veníamos de España. Pocas veces he sentido el español como una lengua tan materna. Empezamos a charlar y nos dio que era Dominicano, que llevaba cinco años en Nueva York, tenía mujer y dos hijos, y que con el trabajo del carro para über, del que le quitaban porcentaje alto, apenas se sacaba para pagar la renta y los suministros básicos. Su plan era ahorrar para volverse a su país antes de que los hijo se hicieran grandes y quisieran quedarse, como ya quería su mujer que aquí veía más oportunidades para los muchachos. Nos habló de Trump y su política contra los inmigrantes, lo calificó de embustero y corrupto, como todos los político de todas partes, también los de su país que conocía bien porque había trabajado como guardia de seguridad para un partido de gobierno y por el que,  aunque ya no viviera en el país, seguía cobrando un sueldo que dejaba íntegro a su madre. 

Entre risas y confesiones, le comentamos lo asustados que nos habíamos sentido con el agobio de perder el vuelo, la dificultad para entendernos en inglés y, sobre todo, cuando se había subido el tercer pasajero. Amablemente nos aseguró que llegaríamos a tiempo, se disculpó por su acento y nos preguntó porqué nos preocupábamos por el muchacho. Cuando le dijimos que nos había extrañado mucho que se subiera al coche, se volvió y nos preguntó: ¡Pero no viene con ustedes! Nada más decirle que no lo conocíamos y que nosotros habíamos creído que no venía con él, paró el coche, se bajó y le dijo con la voz autoritaria de un guardia de seguridad que se apeara inmediatamente de su coche. Lo hizo sin rechistar, con la misma naturalidad que se había subido. Se quedó en medio de una zona industrial, justo antes de incorporarnos a la autovía por la que, según nos dijo el chofer, llegaríamos en apenas diez minutos a la terminal D del aeropuerto. Eran las 5:20 y de la mañana y nos daba el tiempo justo para hacer la facturación que, a pesar de intentarlo varias veces a lo largo de la semana, no habíamos podido hacer por internet. A llegar le di varias veces las gracias y una buena propina con el deseo de que no tuviera que apurar trabajando todo el día de Nochebuena y lo pudiera pasar tranquilo con su familia.

Lourdes no pudo pararse tanto tiempo a despedirse. Al bajarse el extraño pasajero me comentó que sentía mal del estómago. En la autovía la cosa era ya de urgencia. Al llegar al aeropuerto tuvo que salir corriendo a preguntar dónde  estaban los lavabos. La terminal estaba en obras por reforma y apenas habían carteles en las paredes. Mientras corrían a buscar el lavabo, que nos dijeron estaba una planta más abajo, me dio su pasaporte para que yo facturara las maletas y sacara las tarjetas de embarque. Pero la azafata a la que pregunté me informó que nuestro vuelo había sido trasladado por las obras a una terminal que estaba en otro edificio. Afortunadamente nos encontramos en el pasillo y nos pusimos a correr entre andamios y vallas de las obras que se estaban llevando acabo. Cargados con las maletas y apurados por la falta de tiempo llegamos al mostrador de facturación de la compañía cuando estaban a punto de cerrar el vuelo. Respiramos pero el alivio solo nos duró un momento.

La empleada de la compañía nos preguntó por los pasaportes. En medio de la tensión, se me olvidó que Lourdes me lo había dado. Se lo pedí y cuando me dijo que lo tenía yo, respondí automáticamente que lo tenía ella. Antes de que terminara de sacarlo de la riñonera en el que sin darme cuenta lo había metido con el mío, Lourdes se puso a llorar como una magdalena. Nos abrazamos y supongo que la escena un tanto conmovedora terminó salvándonos. Porque los problemas no había acabado. Mientras comprobaban nuestra documentación, nos preguntaron por el billete del vuelo de salida de Colombia. Yo no tenía. No sabía cuándo me iría y mis planes incluían la posibilidad de salir desde Cartagena en el barco con el que había atravesado el atlántico. No sabía que para poder entrar en Colombia como turista necesitaba un billete de salida. 

Llamaron a la supervisora que me confirmó que sin billete no podía dejarme subir al avión. Entre el personal también había hispanohablantes que se mostraban más compresivos, pero ella en su papel de encargada no hacía ningún gesto de ir a serlo. En español traté de explicarle a uno de ellos nuestra odisea: mi viaje en barco, el problema con el über, el susto del taxi, el cambio de terminal respecto de lo que ponía en nuestros billetes, los problemas de estómago, las carreras por los pasillo… El relato parecía una pesadilla y se me ocurrió terminarlo apelando a sus corazones recordándole que era navidad. En otra ocasión habría protestado y pedido hablar con algún responsable, pero esta vez sabía que sería inútil porque no quedaba tiempo. Había oído a la supervisora dar ordenes para que se  advirtiese al avión del retraso y temía que en cualquier momento diera el asunto por cerrado. Pero, sobre todo, ya no me quedaban más energías para seguir peleando. 

Entonces la supervisora, que mientras tanto había estado mirando papeles y buscando en el ordenador, me reiteró que no podía dejarme embarcar sin un billete de salida porque corría el riesgo de que, además de no dejarme entrar a Colombia, nos pusieran una multa a mi y a la compañía. Pero me ofreció la posibilidad de sacarme un billete de vuelta que, al parecer, podría anular antes de las 24 horas en las oficinas de Bogotá. Mientras que yo contaba nuestras miserias evitando caer en la tentación de montar una bronca, ella había estado buscando el billete de vuelta más barato para que no perdiéramos el vuelo.

Naturalmente acepté de forma inmediata. Pensé que los doscientos euros que me costaba merecían la pena incluso en el caso de que no me diera tiempo a anularlo en la espera que teníamos en Bogotá. En ese momento todo el personal que había estado pendiente de lo que pasaba se puso en marcha y en un tiempo record teníamos el nuevo billete, los tarjetas de embarque y nuestras maletas ya etiquetadas eran llevadas a toda prisa hacia el muelle de carga. Después de terminar todo en tiempo record, la supervisora nos dijo: “¡Pero ahora corran!”.

¡Y tanto que corrimos! La puerta de embarque estaba en la terminal inicialmente prevista en el billete, así que había que recorrer todo los pasillos que ya habíamos corrido. A mitad de camino ambos íbamos, literalmente, con la lengua fuera y oía la respiración de Lourdes tan acelerada que no pude evitar empezar a temer por mis problemas cardiacos. Al final ya no podíamos correr más, pasamos el control policial pidiendo a todo el mundo que por favor nos dejasen colarnos y llegamos a la puerta de embarque agotados, con apenas fuerzas para oir a la azafata decirnos al paso: “lo habéis conseguido”.

Mientras el avión despegaba, con Lourdes a mi lado con los ojos cerrados tratando de recuperar el resuello, vi por las ventanillas de un lado alejarse las luces de una Nueva York todavía en penumbra, mientras que por las del otro empezaba ya a amanecer.  Pensé en los contrastes y lo raro que puede ser todo. En cuatro días de viaje en la capital mundial del turismo había pasado más penas y peligros que en catorce atravesando el atlántico en barco. Una ciudad enorme y fría, marcada por las cicatrices de terror y el odio, en las que las personas de pronto se comportan de una forma decente y amable.  Y nosotras, dos personas mayores curtidas en las batallas y aventuras de la vida, ya abuelas de las que se debería esperar sosiego y sabiduría, viviendo como niños huérfanos y perdidos un cuento de navidad en el que los miedos e incertidumbres terminan con la Nochebuena. 

Adiós a Zafira

El pasado martes 27 de julio murió Zafira, la gata que mi madre le regaló a mi hija Elia un verano de hace 18 años en el que pasaron todo un mes juntas. Su cartilla decía que había nacido el 15 de junio y que era una gata persa negra con una mancha blanca en pecho. Tenía pocas semanas y mi madre hizo una bolsita de croché en la que Elia la paseaba colgada del pecho como si fuera un porteo. Ese año Elia estaba coleccionando minerales y le puso de nombre Zafira porque decía que era preciosa.

Zafira se quedó a vivir con mi madre y se convirtió en un lazo de unión entre ellas. Cada vez que íbamos a verla la bañaban juntas, algo que Zafira llevaba con una paciencia y una conformidad que mostraba en pocas ocasiones. Nunca fue una gata especialmente sociable o cariñosa, sobre todo con los niños de quienes huía como la peste en cuanto les oía. Elia decía que Zafira echaba de menos a su madre y tenía que dormir en la cama.

Lo hizo durante doce años a los pies de la cama de mi madre en las tres casas en que vivió, primero en Murcia y después en el Puerto Mazarrón. Ahora me doy cuenta que nunca me preocupé de cómo se apañaba mi madre para transportarla los fines de semana o dejarla cuando se iba de viaje. Solo recuerdo cómo me irritaba cuando ante mi insistencia para que se viniera a pasar una temporada a casa me terminaba diciendo que no podía dejarla tanto tiempo sola. Tampoco la comprendía cuando me contaba cómo la recibía maullando cada noche cuando regresaba a casa, que celebrara tanto que le contestara moviendo levemente la cola cuando la llamaba o que le tuviera todo un bufet de recipientes con comidas entre los que que incluía un platito con huevas de melva. Supongo que yo sentía celos porque Zafira cubría la compañía que yo no le daba.

Cuando mi madre cayó enferma su primera preocupación fue qué pasaría con Zafira. También fue la última. Fue de las pocas conversaciones explícitas que tuvimos sobre su muerte y todavía me apena no haber sabido apreciar la importancia que para ella tenía este tema. Pero en los dos años que estuvimos compartiendo la enfermedad (quizás los más ricos e intensos de nuestra convivencia) fui descubriendo la intima relación que había entre ellas viéndolas intercambiar caricias e irse juntas cada noche a la cama. Poco a poco aprendí a entrar en su mundo sutil y delicado, a respetar las costumbres y manías de una y otra, a esperar que por las noches cuando la casa se quedaba tranquila se acercara poco a poco a la mecedora en que fui sustituyendo a mi madre para ofrecerme la cabeza en la que hacerle alguna caricia mientras que ella me las devolvía con unos pocos lametones de su rasposa lengua o incluso con alguno de los pequeños maullidos con los que me consoló en los momento más duros, como si mi madre también hubiera hablado con ella y se lo hubiera pedido. 

La semana después de la muerte de mi madre la pasamos juntas y solas, mientras cerraba sus asuntos y preparaba nuestra marcha. Eché la comida, la caja con tierra donde hacía sus necesidades y le compré un transportín más grande que el diminuto en el que había llegado a casa. En el veterinario me dieron una pastilla para dormirla por si se ponía nerviosa y, montados en el pequeño utilitario de mi madre, emprendimos camino a su nueva casa. Fueron 600 km en los que no paró ni un momento de maullar quejándose y yo de decir su nombre para tranquilizarla sin recurrir a la química. Al llegar le puse la comida en la cocina, la arena en el baño y cerré todas las puertas y ventanas para evitar que saliera huyendo como temía que pasara. Imaginarla perdida por las calles o atropellada por un coche era para mí una pesadilla. Pero Zafira salió de la caja precavida y curiosa, exploró el terreno, comió algo, fue al baño y se metió en un rincón debajo de una mesa de camilla entre los sofás en los que nos tumbamos Lourdes y yo. Allí estuvo los primeros días en que solo salía un momento para comer e ir al baño, pero poco a poco se empezó a dejar acariciar por Lourdes que, después de mi hija Elia y mi madre Ana, se convirtió en su nueva dueña.

 La adaptación de Zafira a su nueva casa y familia fue prodigiosa. En poco tiempo no sólo se sabía los mejores sitios y rincones de la casa, sino que había construido todo una serie de nuevas rutinas domésticas que le organizaban el día. Por la mañana me esperaba impaciente para bajar a la cocina y a que le abriera la puerta del jardín para salir a darse su vuelta matutina en la iba recorriendo todo su perímetro, oliendo rincones y macetas en los que otros gatos habían dejado su rastro. Después de pasar revista a su nuevo reino volvía atravesando el césped pisándolo como si aquel manto verde tan extraño para una gata murciana fuera a hundirse bajo sus pies. Los últimos metros solía cubrirlos a la carrera, dando saltos como perseguida por los diablos, corriendo escaleras arribas para refugiarse en el chillout que inmediatamente hizo suyo, hasta el punto que había que compartir el mejor sol de la tarde con ella.

Desde el principio mostró su preferencia por instalarse en el límite del contacto con los humanos. Presente pero distante. Además de la rutina matutina, incorporó a nuestros hábitos que bajara a pedir su comida justo cuando yo había terminado de poner las bandejas con la nuestra. Por las noches, se hacía un ovillo sobre un puf con alfombra blanca de oveja de lana en la esquina del salón, para dormirse los programas de la televisión junto a Lourdes y yo. Pero Lourdes no estaba dispuesta a dejarla tan tranquila y se inventó un juguete con una serpiente de trapo y un hilo de coser con el que la enseñó a jugar como si fuera una cachorra. Se apostaba detrás de los sillones, después darse una vuelta torera esperando que le tirara el juguete, saltaba como una felina para darle manotazos nerviosos y pillarla entre sus garras. 

Poco a poco Zafira fue dejándose seducir por Lourdes que empezó a poder peinarla para prevenir las rastas que se le formaban y llegó a cortarle, una a una, todas las uñas. Se mostraba más sociable y bajaba a comer o incluso a pasear por el patio aunque hubiera invitados. Los más habituales empezaron a reconocerla como una más de la familia y nosotros a hablar con ella como si fuera un miembro principal del hogar. Empezó a hablarnos con maullidos de atención cuando quería al y de reprobación cuando no la entendíamos o tardábamos en hacer lo que nos pidiera. Nos esperaba maullando de alegría y enfado los fines de semana que nos íbamos a Rota. Dudaba sobre en cuál de los sofás subirse hasta decidirse por uno de los dos o por ninguno, a pesar de nuestra insistencia y decepción. 

Su presencia me recordaba continuamente a mi madre. Hablaba con ella como si lo fuera. «Pasá ya mamá, que tengo que cerrar la puerta» le decía mientras me miraba con los expresivos ojos de mi madre después de que la radioterapia la dejara afónica. Comprendí el regalo que suponía poder seguir sintiendo la presencia de mi madre a través de ella y también que el precio sería tener que volver a despedirme, como estoy haciendo ahora.

Afortunadamente hemos podido disfrutar muchos años de su compañía y la hemos podido compartir con nuestras amistades que nos han ayudado a cuidarla, sobre todo en verano cuando nos íbamos al barco (Reyes primero; Abel, Sonia y Paco después. Gracias de corazón). Zafira se ha mantenido aparentemente sana, ágil y feliz hasta las últimas semanas. Como era natural con la edad ha ido perdiendo facultades y cada vez estando más dormilona. En el último año había perdido peso pero en la última revisión la veterinaria la encontró bien y totalmente repuesta de una inflamación de encías que había tenido. Hasta casi el final pudo seguir saltando por la venta

Hace poco le salió un bulto en el costado izquierdo. Parecía de grasa y no molestarle, pero le crecía, cada vez se movía menos, comía poco y no iba al baño. En la última semana antes de tener que irme, empezó a mostrar signos de estar cada vez más débil y parada. Parecía el final, pero no se sabía cuándo. Buscó un rincón de tierra en el jardín y se sentó a esperar, sin a penas fuerzas ya para apartarse del riego cuando saltaba. La última vez que la vi estaba debajo del banco de la sala de Lourdes en el que se refugiaba cuando la metíamos por la noche en casa. Nos miramos desde lejos. La llamé por su nombre familar: «Zafi!» Y movió levemente la cola de despedida.

Le tocó a Lourdes acompañarla en la ida. Lourdes que se convirtió en la dueña de la gata de mi madre y mi hija, la acogió como si fueran ellas y le dio una nueva vida. Mi agradecimiento más profundo por asumir una decisión que a mi me costaba mucho enfrentar. Zafira descansa ya en su lugar escogido del jardín de su último hogar y estará siempre cerca de nuestro corazón. 

A mi me pilló lejos en medio de una tormenta en una nueva travesía por el Mediterráneo. Esa noche había soñado con ella. Me enteré un día después y lloré su muerte y todo lo que tenía pendiente de la de mi madre. Sostenido por el abrazo de mi amigo Sergi (que es como mi padre marino) sentí que una vez más la vida habían cuidado de que me fuera lo más fácil posible un trance que me es familiar desde los ocho años. Como sentí que mi madre esperó a que terminara mis compromisos de Octubre y a que me diera tiempo a estar con ella para evitarme la mala conciencia de no haberme podido despedir, siento que Zafira esperó a que me fuera a navegar para evitarme el dolor de despedirme de una forma que se me hubiera hecho muy dura. 

Dice Antonio Muñoz Molina al final de Ardor Guerrero, la novela que me estaba terminando cuando me enteré de la muerte de Zafira que «Hay una tiniebla de deslealtad y de vacío en el tiempo que uno tarda en enterarse de la muerte de alguien que le importa mucho». Tardé en enterarme lo mucho que podía importarme una gata, cuánta lealtad y amor pueden ofrecer a nuestra vida. No lo olvidaré nunca. Adiós Zafira.    

Partipasión, como elección racional

Cada vez me entero de más amistades y gentes cercanas que están amenazadas por la Crisis. Familiares que ven su empleo amenazado, amigos que no saben cómo llegar a fin de mes, teniendo que renunciar a unos derechos y un nivel básico de bienestar, echados de sus casas por no poder pagarla, renunciando a pensar en cualquier futuro, hipotecado por un crecimiento despiadado y loco.

Cada vez hay más gente de mi entorno personal que piensa en irse fuera de España. Una hija quiere quedarse en Praga después de sus prácticas. La otra solo piensa en irse de emergencia humanitaria en cuanto pueda (y ya lo ha conseguido, mañana se va a Sud Sudán). Los sobrinos de un amigo se van a Bélgica, los ecuatorianos de mi pueblo hace tiempo que emprendieron la marcha, y mi amigo Samad me habla de planes de futuro para su empresa pensando ya más en Marruecos que en España, de donde ahora es ciudadano.

La sensación es de «salvase el que pueda», empezando por los de arriba que ya no se molestan ni en disimular. El Rey se va de caza, el gobierno

La Revolución Neoliberal que está produciendo todo este sufrimiento, se basa en el pensamiento único de que la solidaridad no era racional. Un compañero del IESA tradujo la paradoja rawlsiana del free rider como del gorrón. De acuerdo a la Elección Racional, en que se basa el pensamiento neconservador, La lógica de la acción colectiva, en esta sociedad de gorrones, cuestiona los bienes públicos (como la salud, la seguridad, el bienestar y la dignidad) porque todos nos beneficiamos de ellos aunque no hagamos nada para conseguirlos. ¡Menuda proyección! Piensa el ladrón que todos son de su condición.

Entonces se me ocurrió la paradoja del gordo como argumento alternativo: el pensamiento de «¿Y si (no me) toca?», que hace jugar a todo el país a la lotería, otro de los pedazos del alma que nos quieren expropiar.

La mayoría de los bienes que tenemos la gente buena de este país son colectivos y necesariamente públicos. Las escuelas donde estudian nuestros hijos, los centros de salud donde vamos cuando estamos enfermos, el agua que sale de los grifos, la limpieza y recogida de basura, la vida comunitaria segura y amable que tanto nos gusta, para la bulla, la verbena, la buena vida, que tantas divisas nos da.

Ahora que con la excusa de la prima de riesgo alemana, nos quieren convertir a todos en chinos, conviene recordar que, para quienes estamos en el sur, la solidaridad es una elección racional. Hay que mantenerse solidarios y generosos, preguntarse por quienes lo están pasando mal, manifestarles nuestra amistad. No solo por altruismo, es que nos puede tocar. Así que mejor nos quitamos la caca del coco y volvamos todos tomar la plaza. El #12M15M podemos manifestar de forma amistosa nuestra solidaridad y nuestro rechazo más firme a este intento de imponer un mundo despiadado e injusta. Hoy más que nunca PARTICIPASIÓN.

Simien Mountain

Dos días de «Safari» por las Simien Mountain, un parque natural a 3200 metros de altitud en el que se encuentran monos babuns, antílopes y toda clase de pájaros. Pero lo espectacular son las vistas desde el acantilado que se recorre durante horas mirando a un mar de tierra interminable. Lástima que el viento que ha estado soplando estos últimos días creara una nube de polvo que impedía ver todo el panorama con claridad.
Hemos subido en jeep desde Gonder por carreteras y pistas de tierra que obligaban a cerrar las ventanillas cada vez que nos cruzábamos con otro vehículo. Al parque solo se puede entrar acompañado de un guarda armado con un kalashnikov, un guía y, además, el conductor y un cocinero que nos ha preparado una sopa de vegetales que sabía a gloria después de horas de caminata.
El guarda era un maestro de andar. Su forma de acompañarnos como una sombra, callado, como si solo pensara en cada paso, era toda una lección de cómo moverse por un terreno que obliga a subir y bajar a una altura donde la falta de oxígeno se empieza a notar. Gracias a su compañía hemos podido completar dos recorridos en un par de días a los que en principio yo tenía más miedo que a la escalada de Debre Damos. Dormir a más de tres mil metros es un reto para quienes estamos acostumbrados a hacerlo a nivel del mar y no tenemos el corazón para más presiones.
Por la tarde hemos vuelto a Gonder para salir mañana hacia Bahir Dar donde visitaremos las cataratas del Nilo Azul y el Lago Tana. Aquí es la época seca, los ríos llevan poco agua y las nubes son de polvo, así que estoy impaciente por ver lo que los etíopes llaman un mar.
Hoy estuvimos entre monos, podremos ver hipopòtamos mañana? Esto empieza a parecerse a un documental de la dos, será por eso que ya echo de menos el sofá de casa?

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Epifanía

    (Hace un par de años, un amigo de los que uno sabe cercanos aunque casi ni conozca, comentó la feliz coincidencia de cumplir años en Reyes. Ahora que es él quien cumple los cincuenta, he rescatado de mi diario el texto que escribí entonces.)
    Para José F. Gras

Nacer el día de los Reyes tiene su miga. Te convierte en alguien especial, aunque no lo seas. Todo el mundo parece celebrarlo pero, en realidad, no es porque tu hayas nacido. De hecho, terminas por darte cuenta de que la coincidencia te impide celebrarlo y que en la confusión pierdes un regalo.

Creerte alguien especial te hace sentir solitario, sobre todo si naces en las costas aborígenes de mi infancia, donde cualquier aparente privilegio producía envidia y culpa. Te sientes identificado con el Niño Dios al que todos traen regalos. Ese niño en realidad desnudo, dejado en el pesebre, al solo calor de un pobre buey preocupado por «aspirar un ángel», como en el precioso artículo «El buey y los ángeles» que hace unas navidades publicó en El País Gustavo Martín Garzo y al que pertenecen todas estas citas:

También Jules Supervielle, el poeta uruguayo francés, escribió un relato sobre los animales del portal. Se titula El buey y el asno del pesebre, y es una delicada muestra de amor a esas criaturas inocentes cuyas figuras de barro tantas veces pusimos en nuestra infancia junto a la cuna del Niño. Supervielle nos cuenta esa historia desde los ojos de un narrador imprevisto: el buey que vive en el portal. Es un relato de un extraño lirismo, pues lo que nos conmueve del buey es esa capacidad para relacionarse con lo no revelado todavía, con ese ámbito de lo invisible que constituye la esencia de la poesía. El buey de Supervielle asiste asombrado a lo que tiene lugar a su alrededor. Ve al Niño que acaba de nacer y se pone a calentarle con su aliento. Todo se vuelve maravillosamente difícil para él. Los ángeles no paran de ir y venir, y acude gente humilde cargada de regalos. Cuando sale al campo se da cuenta de que hasta las piedras y las flores saben lo que ha pasado, y están nimbadas de luz. Y el pobre se pasa las noches en vela, arrodillado junto al niño, viendo aquel mudo celeste que penetra en el establo sin ensuciarse. Esa dicha le conduce al agotamiento más extremo y cuando por fin María, José y el Niño se alejan con el asno, en busca de un lugar más seguro, no puede seguirles, y se queda solitario en el establo, donde muere, sin llegar a entender nada de lo que le ha pasado. José Ángel Valente, al comentar este relato, y lamentándose de que tantos hombres hayan llegado a perder el sentimiento de lo poético, escribe: «Ignoran tanto hasta qué punto los rodea lo invisible, que ni siquiera tienen la prudencia de aquel buey de un delicioso cuento de Jules Supervielle, que en el colmo del júbilo ‘temía aspirar un ángel’, tan denso está el aire de espirituales criaturas»(…).

Quien en realidad termina tragándose la Epifanía es ese niño cuya imaginación no termina de acostumbrarse a la realidad. Confundido desde el día en que vino al mundo, se pasa la vida siendo un iluso. Alguien que no puede vivir sin ilusiones, con las que la realidad se confunde y entremezcla. Ser un niño imaginativo y solitario, mimado, envidiado, extrañado, es uno de esos regalos que te marcan para toda la vida, como que te pongan un nombre largo y raro.

Te hace creer que el mundo, la vida y sus cosas, están a la altura de tus ilusiones. Te llevan a perseguir a la gente para jugar con ellas como si fueran figuritas de belén. Terminas siendo un embaucador embaucado, que es el primero en creerse sus propias ilusiones, la principal víctima de sus trampas. Un incauto siempre dispuesto a perder para que alguien gane y sigamos jugandon. Alguien con una curiosidad y una gula insaciable, dispuesto aparentemente a comerse el mundo.

Hasta que un día, afortunadamente, se le pincha el globo. Se le empacha la imaginación de tanto dulce. Se le cansa el corazón de tanto correr del miedo y para ponerse delante de los demás. Tropieza, tiene un accidente y parece que ya no podrá levantarse más.

(…)Es la misma atmósfera de los frescos que el Giotto pintó en la capilla de los Scrovegni, en Padua. En uno de ellos, María permanece en el lecho y tiende sus manos para tomar agotada a su hijo, y a su lado están el buey y la mula mirándoles. Muy cerca, junto a un san José, misteriosamente ausente, adormecido, hay un rebaño de ovejas y dos pastores, que miran hacia el cielo, donde varios ángeles revolotean sobre el techado de madera como si hubiera tomado alguna sustancia psicotrópica. Todo está detenido y, a la vez, ardiendo, lleno de luz, como si hombres, animales y ángeles fueran presas del mismo hechizo. Una de las cosas que más me conmueve de esta historia, la más hermosa del universo cristiano, es este extraño protagonismo de los animales: que las pobres bestias estén al lado de los hombres y los ángeles participando en un plano de igualdad de la misma revelación.

Y entonces pasa el milagro de verdad. Aprendes que lo verdaderamente heroico no es parecerse a los dioses, sino mantenerse mínimamente humano; que el dolor y la muerte es lo que nos hace más únicos y divinos; que el alma es lo que nos liga a la vida y a los demás; que lo que nos lleva por la vida no es el destino, sino el sentido que le queramos dar; y que lo único que necesitamos para esa eternidad del instante final en el que nos preguntaremos si ya estamos muertos, es nuestra capacidad para estar con nosotros mismos y habernos sentido parte de todo los demás.

La epifanía se encarna y tú ya no eres más que un niño de verdad. Las figuras del Belen se vuelven humanas: la madre da calor, los pastorcitos se vuelven amigos de toda la vida y los Reyes Magos de Oriente te regalan Oro, Incienso y (como yo siempre creí en mi infancia murciana) Migas. Oro, como símbolo de riqueza; Incienso para los sentidos y…. ¿Migas? Para las Migas necesitas hacer un periplo a tus orígenes. Recuperar los pasos perdidos y hacerte cargo del camino que te ha traído hasta aquí. Darte cuenta de todo el cariño del que te has rodeado para cuando ya los padres no puedan ser tus Reyes Magos.

Coleridge pensaba que la verdadera poesía debía transmutar lo familiar en extraño y lo extraño en familiar, y es justo a eso a lo que asistimos aquí. James Joyce llamó epifanías a estos instantes de comunicación profunda con las cosas, y es esa capacidad para transformar el detalle trivial en símbolo prodigioso la que transforma esta ingenua y antigua historia en verdadera poesía. Eso es una epifanía, una pequeña explosión de realidad que hace del mundo el lugar de la restitución. Miles de niños nacen en el mundo a cada instante y no todos tienen, por desgracia, la misma suerte; pero basta con que sean recibidos con amor para que algún buey aturdido ande cerca y exista el peligro de aspirar alguna criatura invisible al menor descuido.